jueves, 15 de agosto de 2013

Música de ascensores

Cuando la pirámide comenzó a desmoronarse y las piedras labradas de la cúspide rodaron por las escaleras ensangrentadas, todos corrieron a cubrir las cabezas de sus niños. Cada familia echó trabas y apuntaló las portezuelas que cerraban precariamente las chozas. La voluntad de algún dios malicioso, perdido en el panteón, o no, había cobrado forma de rayo, y este rayo se había abatido sobre la cima monumental. Ahí se encontraba la pila de oro de alguien, una pila que no se usaba, o que, en el más remoto de los casos, se acrecentaba de acuerdo con algoritmos de dioses exteriores.
¿Apocalíptico? El paisaje no lo era; de hecho, al rayo siguió una brisa que meció los pastos y mimó las nubes que coronaban la plaza. La pirámide, sin embargo, continuó derrumbándose como dotada de vida propia. Cuando los pobladores llevaron sus canastos de mimbre al río, el rugido pausado y cambiante de las piedras rodando por la ladera aún llegaba desde los árboles: las copas bajas permitían vislumbrar la cima ausente, ahora una especie de meseta. En los días que siguieron, la pirámide continuó arrancándose la piel como una serpiente, sólo para revelar que no había cuerpo limpio y nuevo que saliese a dorarse al sol.
Algunos no durmieron la primera noche, otros sí. Cuando la cima no se alzó más sobre la selva, el rugir de fieras pétreas, que se había prolongado por toda la jornada, llegó lejano; ya no le concernía a nadie: si dos felinos de piedra se hundían los colmillos mutuamente y se arrancaban la piel con sus garras y sangraban sobre el estanque lejano, qué más daba. Nadie buscaba agua en aquel estanque: estaba demasiado lejos del pueblo.
Pocos no durmieron la segunda noche, casi ninguno. Una lluvia tenue y delicada bañó los techos de paja, y por la mañana era apenas distinguible del rocío. Todos salieron al sol con una sonrisa atrapada entre los labios, casi ni escucharon el lastimero rodar de los últimos cascotes de la pirámide. Jugaron el juego de pelota, bebieron mezcal y festejaron nada. Salieron a cazar pavos salvajes y los colgaron en estacas. Se aplaudieron a sí mismos. Alguien recordó y dijo: "El monumento somos nosotros", lo ovacionaron por lo oportuno de sus palabras.
A la tercera noche todos durmieron, y no hubo fuego que iluminara los techos ni dibujara a las reptantes y pequeñas fieras en los muros tallados de algunas casas. Nadie caminó a tientas al cobijo de la madrugada, ni movió los húmedos helechos que cercaban el terraplén de la plaza.
Por la mañana llovió con sol y asomó un trémulo arco iris. La gente lo saludó: ya nadie recordaba como eran los arco iris, su curva diáfana sobre los grises panoramas de muchas tardes. No tan lejos, enredaderas como víboras amables y crueles taparon la platea de la pirámide y engulleron los cascotes, ahora al nivel del suelo húmedo, para que fuera parte de la selva. La gente se dijo a sí misma que el repiqueteo líquido de la lluvia tapaba el susurro de la pirámide que desaparecía. El día de hoy se pintarían las caras, y comenzaron por lavarse las manos en el río.
Cuando se fueron a dormir, el pueblo era indistinguible de cualquier otro pueblo en la península. Todos durmieron bien porque por lo menos recordaban sus propios nombres. A la madrugada, cuando apenas una línea de fuego decoraba las hojas más altas de las copas más altas de los árboles, otros entraron al pueblo desde el terraplén y a través de los helechos. Traían hondas, venablos y palos que no encendieron hasta el momento de quemar las casas. Mataron y violaron sin reparos durante el amanecer. Luego dejaron los huesos para que fueran mascados por las fieras y los escombros para que se los tragara la selva.

BDLV, septiembre 2012