lunes, 29 de diciembre de 2014

Chacarita

Mientras esperábamos nuestro turno para despedir al abuelo, quise ir a visitar el resto del cementerio. No el sector de bóvedas y mausoleos por el que entramos, que se parece bastante a Recoleta o a Flores, sino la otra parte: la serie de pabellones que se extiende, creo, hacia el oeste, como una ciudad subterránea o un laberinto escondido. La parte nueva. Más que la curiosidad morbosa que puede mover uno a caminar un cementerio y meter la cabeza entre los vidrios rotos de una bóveda, o incluso más que las ganas de un paseo pintoresco, es la atracción por la arquitectura megalítica, casi retrofuturista, la que me llama a querer caminar el parque y quizás bajar y recorrer, si el tiempo alcanza. Me resulta mucho más atrayente esta parte nueva, de la que no sé la historia (quizás ni la tenga), que la vieja, con sus esculturas y familias ilustres, hombres y mujeres ilustres y orquestas de tango completas enterradas juntas. La vieja se construyó para recibir los muertos regados por la fiebre amarilla de 1871, que, ya exhumados, mataban también a los empleados del cementerio. Era bastante grande entonces, con el crematorio, la capilla, el parque y los mausoleos.
Esta parte nueva me genera otra clase de impresiones: las entradas son como tapas monumentales y rectangulares levantadas para airear los subsuelos, que de otra forma, reventarían con los vapores de los cuerpos; también parece una pista de aterrizaje incomprensible, la clase de pista de aterrizaje que construirían los extraterrestres que fundaron el imperio maya, los mismos que terminaron el mundo dos años atrás. Una foto panorámica haría una portada clásica de Floyd, y algunos rincones podrían, tranquilamente, ser el patio de la casa de mis abuelos.
Caminando despacio, arrastro a A y a E conmigo hasta el acceso más cercano, y, a la sombra del techo inmenso rectangular, me asomo por una de las escaleras. Hay como tres niveles para abajo, todos balconeando, uniformes, a un patio descolorido y arbolado. Bordeamos y atravesamos el parque hasta el siguiente acceso. Nos cruzamos una familia que viene abrazada llorando y un par de empleados, serenos o pastores de muertos que charlan cerca de una puertita de servicio. Desde lejos, echo una ojeada contra el sol para ver cómo van las cosas en la capilla. La gente sigue apelotonada en la calle y el coche fúnebre viene entrando un cuerpo de reversa. Todavía no nos toca.
Estamos abajo, nivel -1 o -2, en una intersección. Las escaleras descienden en zig zag, en dos tramos y alimentan el entramado subterráneo desde las cruces. De las cuatro direcciones, dos dan a patios y dos a pasillos (túneles, diría). Nos perdemos, creo, a propósito. Elegimos aleatoriamente alguna dirección y caminamos por los pasillos entre los cajones. Chequeamos las inscripciones en las placas porque sí, miramos las flores y todo eso. En seguida la curiosidad por la estructura toda vuelve a ganar sobre la curiosidad morbosa de cementerio. Ya no hay cajones con muertos con nombre sino más bien muros construidos con muertos anónimos o, mejor, cajones vacíos. Las roturas, los decolores y las ausencias que se repiten a intervalos que no llegamos a captar, forman parte del mosaico. En el momento en que esto opera en mi cabeza, pierdo por completo el rumbo: veo pasillos iluminados y pasillos oscuros, pasillos cuidados y pasillos abandonados, mamparas sucias de tres alturas y patios de luz que huelen mal, otros patios largos que parecen el patio de mi abuela y bancos y balaustradas sin gracia. Parece un complejo habitacional enorme, como los hoteles llenos de ataúdes que le gustan a Gibson, solo que acá son ataúdes llenos de hotel, y con una impronta local bastante fuerte.
Los empleados de overol, armados de escobillones, nos miran pasar a lo lejos, no del todo seguros si venimos a visitar a algún familiar, a curiosear o a robar cadáveres, pero por su interés, imagino que se decantan por la opción A.
Cuando bordeamos uno de los patios escucho voces atrás, miro por sobre el hombro. Viene una comitiva de gente acompañando a uno de los empleados que empuja un carrito con un cajón. Estamos justo en el medio del pasillo y ellos vienen muy rápido, por lo menos más que nosotros que andamos paseando. Siento en la nuca la presión rutera de abrirme para ceder el paso. En vez de echarme a un costado y bajar la cabeza en señal de respeto o hacer un saludo marcial, apuro el paso para que no me alcancen y doblo en la esquina hacia el otro lado del patio. La comitiva, como pensé, gira en la dirección opuesta, es decir, hacia adentro, y las señoras pasan tratando de tocar el cajón y sorbiéndose los mocos mientras el empleado de ojos entrecerrados toma la curva como lo haría un repositor de supermercado. De más está decir a qué sección se dirige.

La gente que fuerza la tristeza. La gente que asume la tristeza en uno. La gente que reproduce a rajatabla lo que dice en el manual de los funerales. La gente que está de compromiso. La gente que viene a tirar facha vestida de negro. La gente que hace mucho que uno no ve y que está bueno ver, sea cual fuere la excusa. La gente que genuinamente está triste. La gente que encuentra en este momento, un momento silencioso y personal, y que charla un rato con la memoria del muerto. La gente que piensa en los asuntos que complicó para asistir. El cura, que deja correr la cinta del casette u otro medio analógico más antiguo y polvoriento, creo, y despacha un palabrerío que deseo de corazón que nadie esté escuchando. Me toca cargar el ataúd junto con mi viejo, mis primos y algunos tíos postizos, en una maniobra ya naturalizada por años de películas con escenas de funerales. La diferencia es que acá no hay soundtrack para que la voz del cura se escuche copada y en off mientras los personajes permanecen impávidos ante las gotas de lluvia que les chorrean por la nariz o sufren ataques de flashbacks mientras sus ojos enfocan el vacío. Tampoco hay bailarinas vestidas de funebrero flanqueando la comitiva, ni una escalera dramática a la salida de la capilla, ni cámaras cenitales que lo capten todo. Acá está todo relleno de nada. Como una especie de mausoleo intangible.
Creo que el momento más genuino ocurrió previo a la cremación, cuando uno de los ex compañeros de la armada del abuelo se adelantó para decir unas palabras con una mano sobre el féretro, palabras que no retuve, y que en otro momento podrían haber sonado afectadas, pero que, marcialidad y todo, fueron las que más sentido tuvieron en toda la tarde. En ese momento sentí que algo del abuelo se condensaba en el aire del crematorio. También pensé en los Peces del Infierno. Después todo se disolvió en esa industria de cementerio, cuando el cajón desapareció deslizando por la cinta con un ruido fuerte de aire caliente y diafragma.
Más tarde caí en la cuenta de que estaba todo vestido de negro, con el cuello de la campera negra abotonado a tope y lentes negros redondos. Y zapatillas negras. No quise: una de cada tres veces salgo de casa vestido todo de negro, sin muerto de por medio. Me cayó la ficha cuando vinieron los Fernández a saludarme después de la cremación y pensé en la impresión que les habría causado, y si parecería que me había vestido de negro porque esto era importante para mí y lo quería hacer notar. Después, cuando nos fuimos, lo vi a L venir a través de las lápidas con un sobretodo negro, pantalones negros y zapatos negros. L no puede evitar transformar su entorno en la tapa de un disco de los 60, en este caso, uno bastante melancólico. La contratapa la fabricaron con J cuando se despidieron y se fueron caminando despacio cruzando el parque. Hay convenciones que tienen que ser rotas, pero también hay una vocecita que nos dice “hoy vestite de negro, que es un día negro” mientras nosotros pensamos en una conveniente secuencia de nada minutos antes de salir de casa. Pensé en si todo esto estaba hecho a propósito. Yo, por lo menos, no me di cuenta: las casualidades están hechas a propósito.

jueves, 3 de julio de 2014

Las ciudades vacías

Las ciudades vacías son, en principio, ciudades con gente. Son cuerpos esqueléticos sin venas. Estructuras óseas por las que los glóbulos rojos y los glóbulos blancos andan confundiendo colores, tendiendo a los grises, rebotando y chocándose a falta de cauce. Son aglomeraciones desparramadas, tierra mal regada, son objetos haciendo ruidos sordos y ecoicos en un contenedor desproporcionadamente grande. Las ciudades vacías son el abismo que hay entre la forma y la función, insalvable pero reconocido y nombrado, y para colmo bocetado, diagramado y confusamente mapeado sobre sucesivas capas de papel translúcido. Las ciudades vacías son la paradoja aparente del espacio cuyo valor de uso es totalmente impensado. Pero también son y deben ser un instante en el cual uno, inserto en un espacio concebido para el gregarismo, se encuentra, en cambio, segregado, y se sorprende conversando con sus propios espejos. En una ciudad ausente, esta conversación es imposible. Las ciudades vacías están ahí para expeler el rumor de lo inmóvil, para procesar los ecos y devolverlos en forma de diálogo con fantasmas. Están para ser el grabado vivo de las memorias e imponer el precio por su recreación. Son, quizás, el aullido de un perro invisible o la lluvia como un animal. Todos están ahí y son tantos como esquinas hay, todos de pie en su propio ángulo ciego. Las ciudades vacías los abrazan y amparan: son la posibilidad de ejercitar la soledad dentro del conjunto.

miércoles, 4 de junio de 2014

Audrey

Así como estás te veo: semidormida en tu silla escuálida. La ventana de atrás derrama luz en grano sobre tus hombros cruzados por breteles, la musculosa bicolor a rayas sostiene tus tetas chiquitas. Ambas piernas blancas, flacas, emergen de la bombacha blanca, se juntan en las rodillas, se separan en los tobillos, la mitad de las plantas apoya en el suelo frío. Tu pelo quieto como una llama congelada a la mitad de su danza te hace sombra sobre las facciones. No te veo la cara. Le veo la cara a ella. Nítida, de perfil, la luz de la ventana la favorece. No está cansada por el trajín, ni demacrada por las horas vanas de sueño, ni oscurecida por una oscuridad interna. No toma café, no come carne, no vive del delivery, no lee más de lo que quiere, no fuma cigarros armados de canela, no establece distancias primero y tiende puentes después, no se queja de sus padres que le hacen la vida más fácil. Yace sobre piel y huesos, dormita, no duerme, y se levanta sin la cara roja (a veces un poco), se pasa los días inmersa en un mar de burbujas, todos los días las mismas burbujas, todos los días el pelo igual de lacio y nunca huele a champú. Y genera un espacio de intimidad increíble solo con los ojos. Vos cada vez que hablo mirás para allá. Sí, tiene la piel gris pálido. No sé qué tanto te importa, podría incorporarse sin dificultades en un extremo de nuestra paleta de colores. Pulcra, quizás una marca por acá y otra por allá, en la pera o cerca de la oreja, pero los estándares de belleza que todavía manejamos lo admiten. El rubor también. A vos te falta un poco de sangre en el cuerpo para ganar color. “Audrey”, me dijiste por la comisura "se llama Audrey"; creo que tenía un apellido japonés, y veo por qué: la carita hinchada y rasgada, todo lo linda que puede ser una carita hinchada y rasgada. Recostada en su lecho de piel y huesos es la cercanía y la distancia conjugadas. Cuando estábamos los tres acostados y enroscados me deslicé desde tu cuello, sobre tu clavícula y por tu hombro y bajé por tu brazo hasta encontrarme con ella. Posé mi nariz sobre su cachete derecho y aspiré su perfume. Ella simplemente me dejó. Siempre me responde bien, sugiere más de lo que dice, hasta a veces creo que es muda, pero da a entender mucho. Respeta mi silencio, incluso el tuyo, cuando revolvés entre las cosas de la cocina y hablás sin parar, y la pava silba y vos tratás de hablar arriba, ella se deja llevar por tus ademanes, se amolda a tus tiempos y tus movimientos. No trata de hablar sobre nada, no se queja de que las cosas no vienen a ella mientras yace mirando los apliques en el cielorraso, porque sabe que las cosas que van eventualmente vuelven; tampoco esparce los tampones por la bañera como kanikamas en una cazuela. Audrey, los tampones no se comen, eh ¿Y a vos qué te importa? No sé por qué le digo estas cosas, pero a veces me parece un poco naif, sin perder esa complicidad que tiene conmigo y que me hace pensar que es más despierta de lo que muestra ¿No te parece que cuando te mira a vos, te mira distinto? Como guardándote algo. No, de verdad. Fijate: hacé la prueba desde ese ángulo en el que están, sin mover el brazo ¿No parece que te escondiera algo? Quizás es que quiero apropiármela, pero Audrey no es una Gioconda, es maleable y laxa si querés, podés hacer que te mire distinto agarrándole la cara con una mano o tocándola con la punta de los dedos. Podés hacer que haga puchero. No, yo no quiero hacerlo ¿Por qué me preguntás estas cosas? Tinta y sangre somos todos, grito desde la cocina. Enfermos también, murmuro. Me gritás que no me ponga metafórico cuando hablamos de cosas concretas que sueno re pedante y no me entendés ni me bancás. Todos neuróticos ¿Dónde guardás los saquitos? ¿El de la derecha? ¿Arriba de qué? ¿En el mismo lugar que los platos? ¿Ves que sos un quilombo? Ahí voy, Audrey, pasa que esta piba me vuelve loco. Aparezco con tres tazas con tres tés, y me decís por qué son tres, y por qué a los dos de ceylón agrego uno de kocha con dos cucharas de azúcar. El té lo tomamos sin azúcar, me decís, desde el noviembre pasado cuando lo prometimos. El azúcar lo tenés no sé para qué, porque ya casi no le ponés a nada. Que el azúcar, el café, el chocolate, etcétera te sacan granitos y te dijeron en el trabajo que era inadmisible. Carpeta médica por acné, despedida por exceso de acné, Audrey ¿Podés creer? Como si la gente evitara visitar al dermatólogo porque la secretaria tiene la cara un poco picada. Está bien, tiene su chiste, pero... Me decís que deje de hablar gansadas con nadie, que te de un poco de bola. No sé de qué te quejás, si flacucha y todo parecés de porcelana. Casi me hacés tirar todo el té sobre las sábanas cuando me agarrás de la muñeca y me arrastrás con vos a la cama. Ya sé que a tus viejos les sobran las sábanas, todo lo que tenés en este departamento es lo que a tus viejos les sobra. Me callás, me callo. Nos enlazamos y busco los ojos de Audrey entre las sábanas. Dónde estás, pienso, me gusta el contacto visual, además de la media luz y el olor a té. Con las piernas trabadas con las tuyas trato de manotear el té para que le demos unos sorbos. Chorrea y me empujás. Parás de golpe. Me preguntás por qué no dejé de sujetarte y mirarte el brazo mientras cogíamos, ahora lo tenés un poco rojo entre el hombro y el codo. Me quedo tirado, no te contesto. Audrey lo siente, está un poco irritada, y si le duele, no lo dice, y su cara sigue tan relajada como es habitual. Parece un sueño. A ella no le importa, te digo. Te enojás mucho y me pegás cachetazos hasta que me cubro con la almohada matándome de risa y te levantás para sacarte todo el té negro que te chorrea por el brazo. Audrey se ríe con una sonrisa cómplice, tímida y adolescente mientras el té pegajoso le corre por la frente, la nariz y el labio. También se le metió en los ojitos y los tiene enrojecidos. Bah, creo que siempre los tiene así. Pero está conmigo en esto: ella entiende o disfruta el juego. Te vas a la cocina. Ella se va con vos, naturalmente. Te pasás el trapo por el brazo mientras me decís cuanto insulto poco imaginativo te viene a la cabeza. A veces cuando me puteás se te prende una luz que hace que me gustes de verdad por unos de segundos. Volvés a la cama y te tapás con la almohada. Dejás afuera el brazo para que seque y no moje las sábanas. Decís que te da frío y que te acordás de la impresión que te dio la aguja sobre tu piel porque sentiste el mismo frío después. No te contesto, te dejo dormitar y me salgo de la cama. Me siento en la penumbra, sobre la alfombra: “Estamos solos Audrey”. Cuando estamos solos es silencio y me tienta violentarlo con uno de esos monólogos que siempre te tienen por objeto. Pero hoy te noto rara ¿Por qué esa cara ensombrecida? Quizás sea la luz ¿Hay algún problema? Te sentís sola. Querés compañía, me parece. Bueno, no tiembles así. Esperá acá, no te muevas que voy a hablar con ella. Me trepo de nuevo a la cama y te saco la almohada de encima. Entrecerrás los ojos y te tapás la cara con tu otro brazo, el inmaculado. Me decís qué me pasa, que te dio sueño y que estabas calentita ahí abajo, que no te joda ahora que habías alcanzado algo de paz interior, que ya habías contado como cuatro chakras. Me acerco, apoyándome sobre el codo izquierdo, con cuidado de no aplastar a Audrey, que observa la escena, expectante, y te digo, un poco ansioso, con un nudo dulce en la garganta: “¿Qué tal si te tatuás el otro brazo?”

viernes, 16 de mayo de 2014

Esculpir en el tiempo




El mes pasado vi Sacrificio, la última de Tarkovsky que me quedaba por ver. Recién antes de ayer encontré este papelito, escarbando entre unos libros. Pensaba que lo había perdido. Me lo dio un viejo en el Dickens porque me escuchó hablar sobre Esculpir en el Tiempo, un libro sobre arte que había encontrado medio por accidente en un post de Flying Teapot. Yo hablaba de "el ruso este", porque no me acordaba el nombre del autor, y trataba de esbozar esa idea de esculpir en el tiempo de alguna forma que P la entendiera. El viejo se levantó de la mesa de al lado, vino hasta la nuestra, me dio el papel, y me dijo: "Andrei Tarkovsky, el mejor cine". Y se borró. 
Ya hace años de esto, no sé cuántos. No me sale fácil decir que tal cosa me cambió la vida, pero lo que resultó de este episodio transformó mi perspectiva y mi forma de apreciar y entender el arte. Le faltaron un par de títulos, pero gracias a ese viejo esa noche en el Dickens, me metí en una carrera por devorar la filmografía de este ruso, que al día de hoy, sigue siendo lo que más me gusta del cine.

lunes, 24 de marzo de 2014

Katzenjammer

German pronunciation: [ˈkatsənˌjama] is a German 
word literally meaning "cat's wail" (caterwaul) 
and hence "discordant sound" (…) It has also 
been used as a term for a hangover…

"Mirá, un metalero" digo "tenemos que ir siguiendo a los metaleros". Era la primera vez que íbamos a Colegiales a un recital. Habíamos bajado a unas cuantas cuadras, creo que después de tomar un colectivo, y de pedo le acertamos a Lacroze. Cuando vas a un festival es fácil. Si por alguna razón no te orientaste sobre cómo llegar al predio monstruo, a las diez cuadras ya estás encontrando pequeños grupitos de fieles de la cultura del rock que caminan animados, a veces birra en mano, a veces faso, otras aullando y riendo fuerte. La ropa es la clave: las más de las veces, riguroso negro, liso, con el logo de alguna de las bandas que tocan en la fecha, algunos con el de una banda que no toca, pero que representa al menos la cultura, digamos, el palo. Otras veces nada que ver. Pero estos rebaños de fieles siempre ayudan: si estás en una ciudad extraña, tenés que ir tras ellos, o en su defecto, en dirección contraria a la gente corriente que huye espantada de esa juventud ruidosa y perdida. Acá, ese juego "siga al metalero" nos salva las papas. El personaje este no es el espectador promedio de Kyuss, pero hace un buen tercio y hoy es nuestro guía. Un gordo estereotípico con una remera de Meshuggah o Amon Amarth, una bermuda rota a la rodilla y una cadena colgando del bolsillo es nuestro faro en la tormenta de las calles torcidas o engañosas de capital. No es que fuera difícil pegarle a una avenida y seguir hasta encontrarse con un teatro, pero la verdad es que cuando uno anda sin mapa, ve que las cuadras pasan y no aparece ningún mojón que destaque, se da un poco a los nervios. El público de Kyuss nunca llega a lograr un peregrinaje, una procesión o un malón: es un desparramado rejunte que aúna culturas a primera luz dispares, desde el metal sabbathero y la psicodelia sesentosa, hasta amigos del punk de los 80 y el grunge de los 90. Y la banda tiene convocatoria, pero no tiene tanta. Nada importa igual, nosotros tenemos nuestro metalero, que no solo es metalero, sino que es porteño, y sabe dónde queda el teatro de Colegiales y nos abstiene de tener que recurrir a la astronomía (o en su defecto, a la astrología).
Ya en la puerta, el clásico oportunista vende remeras estampadas con goma y pegadas con baba de la banda y la fecha en cuestión. También vende gorras esta vez, y hay que reconocerlo, las gorras están buenas. Son blancas y verdes con un Kyuss Lives! estampado en negro adelante. Me acerco a preguntar junto con una parva de curiosos. Ochenta pesos, dice. No, ochenta pesos no tengo encima. Uno se la compra y se la calza feliz sobre los rulos. Entramos vadeando stoners y sludgers al teatro, que huele a cigarro, faso y cortinas gruesas y sucias. Uno me mira el trapo negro que dice Katzenjammer, mandado a estampar unos días antes del recital y arquea las cejas. Le devuelvo el gesto y nos metemos justo en el medio del pozo de la muerte, donde el oxígeno falta, el humo sobra y los tipos son más altos. Nos reciben las luces opacas y el embate de los bajos. Están tocando los Sutrah. Los conocí tarde, una semana antes de venir, y no tuve tiempo de darles mucha bola. Suenan pesado y espeso, menos cancioneros que Kyuss. El violero tiene una remera de Black Flag. Cuando estaba esforzándome en distinguir el final de un tema y el arranque de otro, aparece el Topo Armetta. Entra caminando como si tal cosa y canta, en un inglés rotísimo, Forever My Queen de Pentagram. Cuando termina la parte con letra se las toma. Su figura pelilarga, sombría, aguardentosa e hiper tatuada sale por entre los paneles sin decir ni chau. Los Sutrah sacuden el riff un poco más, solean, hacen la outro y cierran. Quedo en shock. Esa noche, gracias a esa conjunción de astros o ese choque de asteroides, conocí Pentagram. Y fue amor.
Viene el lapso antes de Kyuss. Las luces se encienden y la gente se da a las charlas. Enri sale en misión de conseguir un fernet y me quedo mirando la cortina y a mi alrededor. Veo al pibe de la gorra. Cuando el público arranca a pedir que salgan y corea como si Kyuss fuera un equipo de primera, sorprende Oliveri. Asoma su pelada y su barba colorada por entre los pliegues del telón, celular en mano y nos filma a todos hacer escándalo y levantar las manos. Podrá ser un pelado mala leche y tiratiros, pero acá todos lo queremos. Hay un sesgo necesario que te obliga a dejar un montón de cosas de lado en el momento en que ponés un pie adentro del teatro. El Nick Oliveri de ahí arriba no es el mismo Nick Oliveri que quiebra de borracho en medio de los shows, patea botellas sobre las cabezas de la gente, da entrevistas durísimo, colecciona armas y le pega a las mujeres. Ese Nick Oliveri es el que supo estar ahí cuando el sol recién salía para los Sons of Kyuss (salvedad de Chris Cockrell), el que armó y dirigió un monstruito llamado Mondo Generator y el que grita a morir en Millionaire y Six Shooter de los QOTSA. Es una complicidad un poco asquerosa, pero sabemos que sobre la tabla del presente, de lo vivo y vital, todas las cosas se rompen. Y sobre estas tablas, el pelado destila una especie de semidivinidad que se forja y cobra vida entre las sacudidas de sus cuatro cuerdas y las melenas batidas de la gente. Y la arenga, la nunca ausente y clásica demagogia de los músicos hacia nuestro bendito público. Después de sonreír a sus feligreses, Oliveri desaparece y vuelve Enri, fernet en mano. Le pregunto si lo vio salir y apuramos el fernet entre los dos antes del arranque.
Y arrancan. Con Gardenia. Al primer coro lo embocan al flaco de la gorra. Los ochenta pesos son enganchados por la visera, vuelan, rebotan y caen del otro lado de la valla, donde los monos de seguridad, ignorantes del tesoro que tienen delante, o ignorantes en general, no le dirigen la mirada. El flaco se resigna. Sigue el espiral ascendente: Oliveri se compra el público con sus arengas y su cara demacrada de tipo fiero, García se para en pose de líder interesante y místico y Brant Björk, con tantas rutas andadas ya, le pega a los platos en plan bajo perfil, como no queriendo salir a llenar el cuadro de leyenda. Bruno Fevery, la razón por la cual esta gira se llama Kyuss Lives! en lugar de Kyuss a secas, se carga al hombro el lugar (no el papel) de Josh Homme. Más que la razón, es la representación del vacío que hace que esta gira se llame Kyuss Lives! Pero Fevery sabe aguantar los trapos, y a esta altura del partido (Estados Unidos y Europa por detrás) está fogueado y templado, y las guitarras suenan fuertes y valvulares. Pasan zumbando Hurricane, One Inch Man, Thumb (version con hinchada live in Buenos Aires), Freedom Run, Asteroid. El pozo es un lavarropas en centrifugado.
En cierto punto, Gracía se sacude un poco la artritis de cowboy viejo y se desata el pelo. Creo que en Supa Scoopa. De todos los momentos, ese en particular fue un viaje súbito y sin escalas a Palm Desert en los noventa. La gigantografía que los abanderaba, esa con el atardecer y el águila se rompe y se come el escenario. A la manera de la transformación de Oliveri (o ese contrato místico que separa los tantos), ese John García no es el veterinario familiero radicado en Los Ángeles, es el pibito que sacude las mechas al borde de la ruta, entre la polvareda y los cardos voladores, con los amplis conectados a los nervios del desierto californiano. Él y tres amigos que ni en una de esas sabían que iban a ser padres de un género. Le grito a Enri que estamos en los noventa chabón. No sé si entiende a qué me refiero o si me escucha siquiera, entre los rugidos de la gente y el mar de reverb. En la imaginación, una negra se menea frente a la caladura caleidoscópica de una mariposa. Pasan los moshers y se la ponen del otro lado de las vallas o son pescados y sacudidos por los de seguridad y después tirados de aquél lado, cerca de los ochenta pesos huérfanos, que seguro tiritan en el único lugar frío e inhóspito del teatro: ese canal entre la banda y el público. Pienso que Homme hubiera embocado a estos moshers de tenerlos a tiro o parado el recital para retarlos a un mano a mano. Menos mal que no está.
Durante alguna pausa del caos veo a una chica y me tildo. No es el clásico amor de recital: es pálida y flacucha, de pelo largo y suelto, castaño, está parada en segunda fila, tranquila y algo vencida hacia delante, detrás de los que se rompen las costillas contra la valla. Lo que me llama la atención es el atuendo: de compras por el Abasto. Remera blanca, saquito, todo muy sobrio. Hasta tiene la cartera encima. Alrededor, todos son monos de metro ochenta, pelilargos, barbudos y con camisas a cuadros. Con una mano en la cintura, ella no le quita la vista al escenario, como que está presenciando lo mejor de su año (incluyendo lo que queda) y lo sabe. Está sola. Al siguiente tema la comprimen dos gordos rinocerontes stoner sudados y la pierdo de vista.
Para los que pedían grinmayín eh tocá grinmayín, cierran con Green Machine. Todos cantamos a los gritos, quemando garganta y pulmón y saltando hasta pegarnos las cabezas y hacernos daño (I’ve got a war inside my heeeeeead): tan copada esa mente colectiva que entra en berserk y se autodestruye en el ritual del coro. La cortan ahí, demasiado corta, de hecho. Me desdoblo entre pedir Demon Cleaner y darles las gracias por Whitewater (y por acordarse del sur). Saludan, aryentina no sé qué, y se van.
La busco a mi derecha. La chica está hecha sopa, de la punta de los pelos le chorrea sudor de rinoceronte, pero sonríe, sin dejar de mirar nunca el escenario; creo que ve fantasmas. Vino sola. Pienso en darle un abrazo, pero en realidad lo que quiero es darle las gracias por haberme roto el molde. Además, para entrar en modo free hugs necesito más sustancias. Me reprimo porque pienso que es cualquiera, no para mí, para ella. La fauna heterogénea evacúa el teatro contenta, muy contenta, recontra convencida de que vio pasar un asteroide y que ahora está todo cubierto de polvo y basura espacial. Si pasó un asteroide, pasó rápido, me digo, pensando lo desquiciado que hubiera sido el sonido de un escape que reventase en baby rev my motorrrrrr. En cambio, arrastro mi katzenjammer de recital hasta casa: el zumbido persistente, la distorsión temporal de la audición, la revuelta de estímulos en el estómago, el reverb atrapado en la cabeza. Algo de todo eso, estoy seguro, queda para siempre.
Ya en el nido, me conecto para ver si subieron los testimonios tempranos de la noche. Forever My Queen ya está, igual que un par de temas de Kyuss. Si, incluso en medio de la fiebre están los que prefieren captar por la camarita a captar por los poros. Estoy muy cansado para cargar contra eso, además, soy el que sale mejor parado: por el resto de mi vida, tengo los videítos y tengo mi katzenjammer.



La ida

Nunca había viajado en el 316. A mamá no le gusta, a Beba, menos. El viejo opina que tendríamos que sacar pullman en vez de primera. Le pregunto para qué. “Los trenes esos están hechos bolsa”. Ya sé que están hechos bolsa, pero qué gano en realidad yendo un poco más cómodo, además estamos ahorrando unos pesos y dándonos a la aventura de viajar en condiciones precarias. La aventura siempre pica. Encima nunca, jamás, entendí eso de poner un toco extra de plata para que el asiento se recline un poco más. “Esos trenes cada dos por tres se quedan en el camino”. No respondo nada a eso, es verdad, solo me digo que ojalá que no, porque viajamos el mismo día del recital. Un retraso es equivalente a atragantarnos las entradas.
Caemos a la estación nueva, esquelética y helada, con los bolsos calzados como mochilas, y abordamos. Viaja muchísima gente y hay poquísima gente en los andenes. Es cierto que los 316 están hechos pedazos. La sensación que transmite el interior de los vagones es la de un sillón de acero despojado de sus almohadones. De afuera son pura gloria esquiva y nostalgia insípida, una cadena de sarcófagos mal claveteados y cubiertos por una capa gruesa de polvo.
Sentados en nuestra suite hacemos grandes planes sobre poner nuestras patas en los asientos de enfrente, en caso de que nadie se siente. Unos diez segundos de grandes planes. Nos enfrenta una señora de unos treintaypico cuarenta con su hija que tendrá unos ocho años. Ella flaca, platinada, con la piel roja y curtida, linda todavía, pero con un cansancio viejísimo en las facciones. La nena vive y pregunta todo.
El tren traquetea progresivamente y el papá de la nena y marido de la señora reproduce en el andén esa escena que vimos tantas veces en películas de cable. El cuadro perfora mi resistencia al cliché, me ablanda y sonrío con la cabeza apoyada en el respaldo mientras la Ferroautomotora se pierde de vista.
A los cinco minutos de salir, un guarda entra en el vagón ya taponado de gente y ruido y dice que tengan por bien cerrar las persianas que “vamos a pasar por un barrio cerrado y a veces nos tiran piedras”. El oro de los eufemismos para ese tipo. Todos bajan las persianas protestando y una señora comenta que a una amiga una vez le cayó un pedrusco en el regazo a través de la ventana. Entramos en zona de guerrilla. Afuera llueven meteoros, o algo así. Los habitantes-de-barrio-cerrado atacan el tren por ambos flancos como si fueran los indios de un western. Gracias al cielo por las persianas. Salimos de zona de guerra y el señor eufemismo avisa que las podemos abrir otra vez.
El viaje pinta terriblemente largo. Cambiamos unas palabras con la señora a raíz de que su hija pregunta todo y le pregunta a su madre sobre nosotros y nuestras cosas. El sol pega fuerte a través de la ventana pero no bajamos la persiana porque eso está reservado para las emergencias de barrio cerrado. Leemos un rato, poco en relación a la duración total del viaje. Enri está leyendo El Señor de los Anillos (no sé cuál de los tres) y yo El Lobo Estepario. Una traducción mexicana horrible de El Lobo Estepario. Me acuerdo que cuando lo terminé no me gustó y me debatí entre echarle la culpa a Hesse o al traductor, algo que hasta hoy no pude resolver. Después escuchamos música. Por única vez en la vida le puse música al celular (andaba sin mp4): todo Kyuss. Desde ese día tuve ese rigntone maravilloso que es 50 Million Year Trip y que duraría hasta que el aparato se cayera a pedazos años después. Le quemo casi toda la batería y el tren todavía corta el campo uniforme. Me acuerdo de que las probabilidades de que se muera en medio de la pampa son alarmantemente altas. Casi rezo.
Si los vagones son sillones sin almohadones, los baños son un paisaje lyncheano. El inodoro es un vórtice de la muerte donde da vértigo inclinarse a mear. Además, el lugar es totalmente desproporcionado: los baños de los micros de larga distancia son una cajita, una doncella de hierro (de plástico) donde, si el micro se mueve, rebotás contra las paredes y no te caés porque, bueno, no hay superficie donde caerte, pero este baño es grande, enorme y sin asas que te salven de los vaivenes malintencionados del tren. Y frío. Frío y malo como una celda de máxima seguridad cuyo único escape es el caño del inodoro que da justo sobre las vías. Mucho riesgo y aventura. Vuelvo a mi asiento pensando si vale hacer un top de meadas (pishadas, diría Fogwill) inusuales y en qué puesto se ubicaría esta.
Cuando estamos ya abandonados a que el tractrac cuente los minutos por nosotros, aparece un vendedor en la puerta, a metro y medio de donde estamos. Es un señor bigotudo y gordo que arrastra una bolsa de consorcio negra. Dice a la gente que tiene un amplio surtido de produtos para ofrecerles y arranca su exhibición. No pasa uno que no tenga linterna adosada (aunque no tiene linternas solas o, en su defecto, linternas con algo adosado), incluyendo su perla, los mayiclise, a los que dedica más minutos elogiosos que al resto. Remata con unas lapiceras que vienen con “este coso… que sale por acá” y despliega el coso para hacerse entender. Es el coso que te dice las fechas. “Almanaque” dice Enri al lado mío. “Eso” dice el tipo, señalándolo con un cepillo-linterna, levanta su bolsa y se manda a través del vagón. Consigue unas cuantas ventas gracias a su carismático discurso sobre los mayiclise, chispitas incluidas. A los quince minutos aparece otro: un gordo alto y pelicorto, vestido de negro, que vende discos con los 40 hits latinos más calientes. Lleva el torso cubierto de un armazón complicadísimo con consiste en un montón de correas de las que penden varios estuches con discos, una laptop abierta pasando videoclips de reggaetón, dos parlantes Genius de escritorio a los lados y un woofer chiquito que suena a lata. El reggaetón violenta el murmullo de los pasajeros y se cruza con el traqueteo de las ruedas sobre los rieles en una ensalada sonora mágica. En medio de la estridencia aparece la chica de los sanguchitos y le pido auxilio. Todavía no sé que voy a ser declarado celíaco en un futuro no muy lejano y me lleno la panza para hacer la cosa más llevadera.
El megazord latino se va por el pasillo hacia el próximo vagón. Tiene otra laptop colgando de la espalda, cubriéndolo de posibles ataques a traición con una coraza de hits calientes.
Transcurrido el freakshow popular, lo siguiente que sé es que me asomo por la ventanilla para echar un ojo a la madeja de vías y las intrincadas columnas remachadas de Constitución. Tomo bocanadas de aire frío y podrido. Nunca antes había viajado en el 316. Me siento un poco un inmigrante llegando así a capital, por lo menos en contraste con visitas anteriores, turismo familiar y demás. Bajamos, caminamos a paso rápido el andén, preguntamos un par de veces, bajamos de nuevo, doblamos a la derecha y a la izquierda, doblamos a la izquierda y a la derecha, sacamos los boletos a Retiro. El subte hace touch and go en Constitución. Lo veo frenar como una lata de sardinas móvil y entiendo que estamos en hora pico. La gente sale del trabajo, es empaquetada y distribuida a sus hogares, con suerte, antes de que caiga la noche. Las puertas se abren y los vomitan a todos: a los rendidos y a los pobres, a sus masas hacinadas anhelando respirar libertad (sic), y nosotros, casi extranjeros, parece que en realidad esperamos la marea. Yo, que siempre hago notar mi porteñez de nacimiento, me siento un marplanauta en capital. Vadeamos la multitud; somos tan pocos y tan pequeños contra la corriente que por un momento pensamos que nos equivocamos de destino.

Kyuss Lives! 12/11/11