miércoles, 4 de junio de 2014

Audrey

Así como estás te veo: semidormida en tu silla escuálida. La ventana de atrás derrama luz en grano sobre tus hombros cruzados por breteles, la musculosa bicolor a rayas sostiene tus tetas chiquitas. Ambas piernas blancas, flacas, emergen de la bombacha blanca, se juntan en las rodillas, se separan en los tobillos, la mitad de las plantas apoya en el suelo frío. Tu pelo quieto como una llama congelada a la mitad de su danza te hace sombra sobre las facciones. No te veo la cara. Le veo la cara a ella. Nítida, de perfil, la luz de la ventana la favorece. No está cansada por el trajín, ni demacrada por las horas vanas de sueño, ni oscurecida por una oscuridad interna. No toma café, no come carne, no vive del delivery, no lee más de lo que quiere, no fuma cigarros armados de canela, no establece distancias primero y tiende puentes después, no se queja de sus padres que le hacen la vida más fácil. Yace sobre piel y huesos, dormita, no duerme, y se levanta sin la cara roja (a veces un poco), se pasa los días inmersa en un mar de burbujas, todos los días las mismas burbujas, todos los días el pelo igual de lacio y nunca huele a champú. Y genera un espacio de intimidad increíble solo con los ojos. Vos cada vez que hablo mirás para allá. Sí, tiene la piel gris pálido. No sé qué tanto te importa, podría incorporarse sin dificultades en un extremo de nuestra paleta de colores. Pulcra, quizás una marca por acá y otra por allá, en la pera o cerca de la oreja, pero los estándares de belleza que todavía manejamos lo admiten. El rubor también. A vos te falta un poco de sangre en el cuerpo para ganar color. “Audrey”, me dijiste por la comisura "se llama Audrey"; creo que tenía un apellido japonés, y veo por qué: la carita hinchada y rasgada, todo lo linda que puede ser una carita hinchada y rasgada. Recostada en su lecho de piel y huesos es la cercanía y la distancia conjugadas. Cuando estábamos los tres acostados y enroscados me deslicé desde tu cuello, sobre tu clavícula y por tu hombro y bajé por tu brazo hasta encontrarme con ella. Posé mi nariz sobre su cachete derecho y aspiré su perfume. Ella simplemente me dejó. Siempre me responde bien, sugiere más de lo que dice, hasta a veces creo que es muda, pero da a entender mucho. Respeta mi silencio, incluso el tuyo, cuando revolvés entre las cosas de la cocina y hablás sin parar, y la pava silba y vos tratás de hablar arriba, ella se deja llevar por tus ademanes, se amolda a tus tiempos y tus movimientos. No trata de hablar sobre nada, no se queja de que las cosas no vienen a ella mientras yace mirando los apliques en el cielorraso, porque sabe que las cosas que van eventualmente vuelven; tampoco esparce los tampones por la bañera como kanikamas en una cazuela. Audrey, los tampones no se comen, eh ¿Y a vos qué te importa? No sé por qué le digo estas cosas, pero a veces me parece un poco naif, sin perder esa complicidad que tiene conmigo y que me hace pensar que es más despierta de lo que muestra ¿No te parece que cuando te mira a vos, te mira distinto? Como guardándote algo. No, de verdad. Fijate: hacé la prueba desde ese ángulo en el que están, sin mover el brazo ¿No parece que te escondiera algo? Quizás es que quiero apropiármela, pero Audrey no es una Gioconda, es maleable y laxa si querés, podés hacer que te mire distinto agarrándole la cara con una mano o tocándola con la punta de los dedos. Podés hacer que haga puchero. No, yo no quiero hacerlo ¿Por qué me preguntás estas cosas? Tinta y sangre somos todos, grito desde la cocina. Enfermos también, murmuro. Me gritás que no me ponga metafórico cuando hablamos de cosas concretas que sueno re pedante y no me entendés ni me bancás. Todos neuróticos ¿Dónde guardás los saquitos? ¿El de la derecha? ¿Arriba de qué? ¿En el mismo lugar que los platos? ¿Ves que sos un quilombo? Ahí voy, Audrey, pasa que esta piba me vuelve loco. Aparezco con tres tazas con tres tés, y me decís por qué son tres, y por qué a los dos de ceylón agrego uno de kocha con dos cucharas de azúcar. El té lo tomamos sin azúcar, me decís, desde el noviembre pasado cuando lo prometimos. El azúcar lo tenés no sé para qué, porque ya casi no le ponés a nada. Que el azúcar, el café, el chocolate, etcétera te sacan granitos y te dijeron en el trabajo que era inadmisible. Carpeta médica por acné, despedida por exceso de acné, Audrey ¿Podés creer? Como si la gente evitara visitar al dermatólogo porque la secretaria tiene la cara un poco picada. Está bien, tiene su chiste, pero... Me decís que deje de hablar gansadas con nadie, que te de un poco de bola. No sé de qué te quejás, si flacucha y todo parecés de porcelana. Casi me hacés tirar todo el té sobre las sábanas cuando me agarrás de la muñeca y me arrastrás con vos a la cama. Ya sé que a tus viejos les sobran las sábanas, todo lo que tenés en este departamento es lo que a tus viejos les sobra. Me callás, me callo. Nos enlazamos y busco los ojos de Audrey entre las sábanas. Dónde estás, pienso, me gusta el contacto visual, además de la media luz y el olor a té. Con las piernas trabadas con las tuyas trato de manotear el té para que le demos unos sorbos. Chorrea y me empujás. Parás de golpe. Me preguntás por qué no dejé de sujetarte y mirarte el brazo mientras cogíamos, ahora lo tenés un poco rojo entre el hombro y el codo. Me quedo tirado, no te contesto. Audrey lo siente, está un poco irritada, y si le duele, no lo dice, y su cara sigue tan relajada como es habitual. Parece un sueño. A ella no le importa, te digo. Te enojás mucho y me pegás cachetazos hasta que me cubro con la almohada matándome de risa y te levantás para sacarte todo el té negro que te chorrea por el brazo. Audrey se ríe con una sonrisa cómplice, tímida y adolescente mientras el té pegajoso le corre por la frente, la nariz y el labio. También se le metió en los ojitos y los tiene enrojecidos. Bah, creo que siempre los tiene así. Pero está conmigo en esto: ella entiende o disfruta el juego. Te vas a la cocina. Ella se va con vos, naturalmente. Te pasás el trapo por el brazo mientras me decís cuanto insulto poco imaginativo te viene a la cabeza. A veces cuando me puteás se te prende una luz que hace que me gustes de verdad por unos de segundos. Volvés a la cama y te tapás con la almohada. Dejás afuera el brazo para que seque y no moje las sábanas. Decís que te da frío y que te acordás de la impresión que te dio la aguja sobre tu piel porque sentiste el mismo frío después. No te contesto, te dejo dormitar y me salgo de la cama. Me siento en la penumbra, sobre la alfombra: “Estamos solos Audrey”. Cuando estamos solos es silencio y me tienta violentarlo con uno de esos monólogos que siempre te tienen por objeto. Pero hoy te noto rara ¿Por qué esa cara ensombrecida? Quizás sea la luz ¿Hay algún problema? Te sentís sola. Querés compañía, me parece. Bueno, no tiembles así. Esperá acá, no te muevas que voy a hablar con ella. Me trepo de nuevo a la cama y te saco la almohada de encima. Entrecerrás los ojos y te tapás la cara con tu otro brazo, el inmaculado. Me decís qué me pasa, que te dio sueño y que estabas calentita ahí abajo, que no te joda ahora que habías alcanzado algo de paz interior, que ya habías contado como cuatro chakras. Me acerco, apoyándome sobre el codo izquierdo, con cuidado de no aplastar a Audrey, que observa la escena, expectante, y te digo, un poco ansioso, con un nudo dulce en la garganta: “¿Qué tal si te tatuás el otro brazo?”