jueves, 3 de julio de 2014

Las ciudades vacías

Las ciudades vacías son, en principio, ciudades con gente. Son cuerpos esqueléticos sin venas. Estructuras óseas por las que los glóbulos rojos y los glóbulos blancos andan confundiendo colores, tendiendo a los grises, rebotando y chocándose a falta de cauce. Son aglomeraciones desparramadas, tierra mal regada, son objetos haciendo ruidos sordos y ecoicos en un contenedor desproporcionadamente grande. Las ciudades vacías son el abismo que hay entre la forma y la función, insalvable pero reconocido y nombrado, y para colmo bocetado, diagramado y confusamente mapeado sobre sucesivas capas de papel translúcido. Las ciudades vacías son la paradoja aparente del espacio cuyo valor de uso es totalmente impensado. Pero también son y deben ser un instante en el cual uno, inserto en un espacio concebido para el gregarismo, se encuentra, en cambio, segregado, y se sorprende conversando con sus propios espejos. En una ciudad ausente, esta conversación es imposible. Las ciudades vacías están ahí para expeler el rumor de lo inmóvil, para procesar los ecos y devolverlos en forma de diálogo con fantasmas. Están para ser el grabado vivo de las memorias e imponer el precio por su recreación. Son, quizás, el aullido de un perro invisible o la lluvia como un animal. Todos están ahí y son tantos como esquinas hay, todos de pie en su propio ángulo ciego. Las ciudades vacías los abrazan y amparan: son la posibilidad de ejercitar la soledad dentro del conjunto.