lunes, 29 de diciembre de 2014

Chacarita

Mientras esperábamos nuestro turno para despedir al abuelo, quise ir a visitar el resto del cementerio. No el sector de bóvedas y mausoleos por el que entramos, que se parece bastante a Recoleta o a Flores, sino la otra parte: la serie de pabellones que se extiende, creo, hacia el oeste, como una ciudad subterránea o un laberinto escondido. La parte nueva. Más que la curiosidad morbosa que puede mover uno a caminar un cementerio y meter la cabeza entre los vidrios rotos de una bóveda, o incluso más que las ganas de un paseo pintoresco, es la atracción por la arquitectura megalítica, casi retrofuturista, la que me llama a querer caminar el parque y quizás bajar y recorrer, si el tiempo alcanza. Me resulta mucho más atrayente esta parte nueva, de la que no sé la historia (quizás ni la tenga), que la vieja, con sus esculturas y familias ilustres, hombres y mujeres ilustres y orquestas de tango completas enterradas juntas. La vieja se construyó para recibir los muertos regados por la fiebre amarilla de 1871, que, ya exhumados, mataban también a los empleados del cementerio. Era bastante grande entonces, con el crematorio, la capilla, el parque y los mausoleos.
Esta parte nueva me genera otra clase de impresiones: las entradas son como tapas monumentales y rectangulares levantadas para airear los subsuelos, que de otra forma, reventarían con los vapores de los cuerpos; también parece una pista de aterrizaje incomprensible, la clase de pista de aterrizaje que construirían los extraterrestres que fundaron el imperio maya, los mismos que terminaron el mundo dos años atrás. Una foto panorámica haría una portada clásica de Floyd, y algunos rincones podrían, tranquilamente, ser el patio de la casa de mis abuelos.
Caminando despacio, arrastro a A y a E conmigo hasta el acceso más cercano, y, a la sombra del techo inmenso rectangular, me asomo por una de las escaleras. Hay como tres niveles para abajo, todos balconeando, uniformes, a un patio descolorido y arbolado. Bordeamos y atravesamos el parque hasta el siguiente acceso. Nos cruzamos una familia que viene abrazada llorando y un par de empleados, serenos o pastores de muertos que charlan cerca de una puertita de servicio. Desde lejos, echo una ojeada contra el sol para ver cómo van las cosas en la capilla. La gente sigue apelotonada en la calle y el coche fúnebre viene entrando un cuerpo de reversa. Todavía no nos toca.
Estamos abajo, nivel -1 o -2, en una intersección. Las escaleras descienden en zig zag, en dos tramos y alimentan el entramado subterráneo desde las cruces. De las cuatro direcciones, dos dan a patios y dos a pasillos (túneles, diría). Nos perdemos, creo, a propósito. Elegimos aleatoriamente alguna dirección y caminamos por los pasillos entre los cajones. Chequeamos las inscripciones en las placas porque sí, miramos las flores y todo eso. En seguida la curiosidad por la estructura toda vuelve a ganar sobre la curiosidad morbosa de cementerio. Ya no hay cajones con muertos con nombre sino más bien muros construidos con muertos anónimos o, mejor, cajones vacíos. Las roturas, los decolores y las ausencias que se repiten a intervalos que no llegamos a captar, forman parte del mosaico. En el momento en que esto opera en mi cabeza, pierdo por completo el rumbo: veo pasillos iluminados y pasillos oscuros, pasillos cuidados y pasillos abandonados, mamparas sucias de tres alturas y patios de luz que huelen mal, otros patios largos que parecen el patio de mi abuela y bancos y balaustradas sin gracia. Parece un complejo habitacional enorme, como los hoteles llenos de ataúdes que le gustan a Gibson, solo que acá son ataúdes llenos de hotel, y con una impronta local bastante fuerte.
Los empleados de overol, armados de escobillones, nos miran pasar a lo lejos, no del todo seguros si venimos a visitar a algún familiar, a curiosear o a robar cadáveres, pero por su interés, imagino que se decantan por la opción A.
Cuando bordeamos uno de los patios escucho voces atrás, miro por sobre el hombro. Viene una comitiva de gente acompañando a uno de los empleados que empuja un carrito con un cajón. Estamos justo en el medio del pasillo y ellos vienen muy rápido, por lo menos más que nosotros que andamos paseando. Siento en la nuca la presión rutera de abrirme para ceder el paso. En vez de echarme a un costado y bajar la cabeza en señal de respeto o hacer un saludo marcial, apuro el paso para que no me alcancen y doblo en la esquina hacia el otro lado del patio. La comitiva, como pensé, gira en la dirección opuesta, es decir, hacia adentro, y las señoras pasan tratando de tocar el cajón y sorbiéndose los mocos mientras el empleado de ojos entrecerrados toma la curva como lo haría un repositor de supermercado. De más está decir a qué sección se dirige.

La gente que fuerza la tristeza. La gente que asume la tristeza en uno. La gente que reproduce a rajatabla lo que dice en el manual de los funerales. La gente que está de compromiso. La gente que viene a tirar facha vestida de negro. La gente que hace mucho que uno no ve y que está bueno ver, sea cual fuere la excusa. La gente que genuinamente está triste. La gente que encuentra en este momento, un momento silencioso y personal, y que charla un rato con la memoria del muerto. La gente que piensa en los asuntos que complicó para asistir. El cura, que deja correr la cinta del casette u otro medio analógico más antiguo y polvoriento, creo, y despacha un palabrerío que deseo de corazón que nadie esté escuchando. Me toca cargar el ataúd junto con mi viejo, mis primos y algunos tíos postizos, en una maniobra ya naturalizada por años de películas con escenas de funerales. La diferencia es que acá no hay soundtrack para que la voz del cura se escuche copada y en off mientras los personajes permanecen impávidos ante las gotas de lluvia que les chorrean por la nariz o sufren ataques de flashbacks mientras sus ojos enfocan el vacío. Tampoco hay bailarinas vestidas de funebrero flanqueando la comitiva, ni una escalera dramática a la salida de la capilla, ni cámaras cenitales que lo capten todo. Acá está todo relleno de nada. Como una especie de mausoleo intangible.
Creo que el momento más genuino ocurrió previo a la cremación, cuando uno de los ex compañeros de la armada del abuelo se adelantó para decir unas palabras con una mano sobre el féretro, palabras que no retuve, y que en otro momento podrían haber sonado afectadas, pero que, marcialidad y todo, fueron las que más sentido tuvieron en toda la tarde. En ese momento sentí que algo del abuelo se condensaba en el aire del crematorio. También pensé en los Peces del Infierno. Después todo se disolvió en esa industria de cementerio, cuando el cajón desapareció deslizando por la cinta con un ruido fuerte de aire caliente y diafragma.
Más tarde caí en la cuenta de que estaba todo vestido de negro, con el cuello de la campera negra abotonado a tope y lentes negros redondos. Y zapatillas negras. No quise: una de cada tres veces salgo de casa vestido todo de negro, sin muerto de por medio. Me cayó la ficha cuando vinieron los Fernández a saludarme después de la cremación y pensé en la impresión que les habría causado, y si parecería que me había vestido de negro porque esto era importante para mí y lo quería hacer notar. Después, cuando nos fuimos, lo vi a L venir a través de las lápidas con un sobretodo negro, pantalones negros y zapatos negros. L no puede evitar transformar su entorno en la tapa de un disco de los 60, en este caso, uno bastante melancólico. La contratapa la fabricaron con J cuando se despidieron y se fueron caminando despacio cruzando el parque. Hay convenciones que tienen que ser rotas, pero también hay una vocecita que nos dice “hoy vestite de negro, que es un día negro” mientras nosotros pensamos en una conveniente secuencia de nada minutos antes de salir de casa. Pensé en si todo esto estaba hecho a propósito. Yo, por lo menos, no me di cuenta: las casualidades están hechas a propósito.