jueves, 31 de diciembre de 2015

"El cerebro musical", cuentos de César Aira

Por Patti Smith

Una niña corre vertiginosamente de mesa en mesa en un café atestado, recibiendo objetos hechos de servilletas de papel, confeccionados por los clientes para su diversión. Todos están amorosamente ideados y son imposiblemente elaborados: un avión, un ramo de flores, un diorama, un canguro de cola móvil, el museo Guggenheim de Bilbao, un payaso hecho de "papel tan frágil que una mirada podría quebrarlo". Conforme cada fantasía se deshace en sus pequeñas y ansiosas manos, es descartada en favor de la siguiente. El aura creativa concentrada en torno a los clientes sirve como mero telón de fondo para su enérgico compromiso con un momento que continúa transformándose en el siguiente.
Este cuento, "En el café", aparece en la nueva colección del escritor argentino César Aira, "El cerebro musical y otros cuentos", y ofrece un ejemplo juguetón de la conexión de Aira con la forma de operar de un inocente. Se aventura en un café y baja sus observaciones al papel; luego lo descarta rápidamente. Él es al mismo tiempo el cliente fabricando delicadezas y la niña moviéndose atrás y adelante en la corriente que llama “presente perpetuo”. "La absorción inmediata de la realidad, por la que místicos y poetas luchan en vano, es lo que los niños hacen todos los días", escribe Aira en su primer cuento, y es una habilidad que él mismo posee. "Puedo seguir inventando indefinidamente," ha dicho, abrazando lo incomprensible con un deleite tan compasivo que empieza a comprenderse a sí mismo.
El ojo cubista de Aira mira desde todos los ángulos. Una y otra vez en estos cuentos encara el clásico desafío matemático conocido como "problema del plegado de papel", que sugiere que un pedazo de papel puede doblarse a la mitad solo nueve veces. Sin dejarse sujetar por los límites prácticos de esta secuencia, Aira ve otra posibilidad algebraica. En "Picasso", un cuento al estilo O. Henry, no sólo pinta el cuadro de quién era Picasso y cuál es su lugar en la historia del arte, sino que también ofrece una majestuosamente perceptiva descripción de una pieza imaginaria: "La reina, compuesta por muchos planos que se intersecan, parecía haber sido extraída de un paquete de cartas plegadas cien veces, refutando la verdad probada de que nueve es la cantidad máxima de veces que un pedazo de papel puede doblarse al medio".

Los cuentos en "El cerebro musical" exhiben la narración continua de la mente improvisadora de Aira. Sus personajes -sean rufianes de cómic, simios, partículas subatómicas o una versión de su yo-niño- entran en un cambiante paisaje azulejado de eventos que trastornan nuestra existencia temporal y la hacen, en el despliegue, fantasmagórica y, a la vez, aparentemente cotidiana. Su aproximación de-facto, naturalizando incluso los más extravagantes episodios, anula la incredulidad y envalentona el sentido del desplazamiento, de la liberación del lugar común.
Aira ha perseguido esta manipulación de lo ordinario hacia lo extraordinario a través de, por lo menos, 80 libros pequeños, de los cuales solo una fracción ha sido traducida. Llegué a él a través de Roberto Bolaño, uno de sus defensores, y fui rápidamente seducida por tres novelas en particular: "Un episodio en la vida del pintor viajero", "La villa"; y "La costurera y el viento", que tiene lugar en Coronel Pringles, Argentina, ciudad natal de Aira. Dice que “había venido de un lugar llamado Pringles, donde resuena música divertida y nunca pasa nada, excepto todo”.
La primera línea de esta colección nos conduce de manera confiada hacia el maravillosamente fracturado mundo de Aira: "De niño, en Pringles, iba mucho al cine". Y así entramos a una sala con múltiples pantallas proyectando otras pantallas plegando el tiempo, desenredando la memoria geométrica y exponiendo los juegos secretos de la niñez.
Nadie apila la histeria como Aira, trepando desde el evento más banal hasta una verdadera estampida humana. En el cuento del título, que también ocurre en Pringles, un paseo casual luego de una cena familiar da un giro inesperado, transformándose en un bizarro mundo paralelo. Hay un circo fellinesco; enanos gemelos en trajes negros hallados muertos; un antiguo librero con una colmena y la cara espolvoreada de rosa; una crisálida asesina que pone huevos y siembra brotes. Todo sin mencionar el propio Cerebro Musical, que intermitentemente emite sonido para unos pocos, como las señales de una estrella agonizante.
En "El té de Dios", una partícula subatómica se cuela accidentalmente dentro de un pródigo ritual de cumpleaños presidido por simios frenéticos. Involuntariamente, esto desequilibra el universo, intensificando el comportamiento de los simios y poniendo momentáneamente nervioso al propio Dios. El cambio infinitesimal deriva en un nuevo nivel de caos, como si un niño hubiera alterado un factor en la ecuación de un físico. Acá y en todos lados, Aira es tanto el físico como el niño, el ser que tiene la audacia para emerger y el poder de disiparse.
Belleza y verdad oscura fluyen a través de su trabajo. Hay cuentos políticos, como el escalofriante "Actos de caridad", metáfora de las instituciones religiosas adineradas: a través del tiempo, una sucesión de sacerdotes usan fondos destinados a los pobres para construir y mantener el llamado "monumento a la caridad" y sus lujosos jardines, priorizando la grandiosidad estética sobre las necesidades del rebaño. También hay historias sobre el proceso artístico: el tristemente elocuente "Cecil Taylor", por ejemplo, pone voz al persistente verismo del gran innovador del jazz, yuxtapuesto con la sublimidad de sus fracasos, mientras trata de comunicar un lenguaje que aún no ha sido escrito. Taylor, pianista hiperarmónico, inquieto de un modo que Aira entiende, buscó plegar el teclado más de nueve veces.

Una vez encontré a Aira en una conferencia de escritores en Dinamarca. Estaba tan entusiasmada ante su presencia que lo seguí como un San Bernardo, pero una vez que le di alcance todo lo que pude decir fue -canalizando mi Chris Farley interior- que pensaba que él era increíble. Luego le dije que "Un episodio en la vida de un pintor viajero" era una obra maestra. Él pareció sobresaltado, sino perplejo, e insistió en que no era más que una pequeña historia. La discusión, brutalmente pasiva, nos quedó corta, y entonces empezó a llover. Pero confíen en mí: "El pintor viajero" es una obra maestra ¿Qué sabe Aira? Es sólo un escritor.
Normalmente no leo cuentos. Me ponen triste, porque los personajes vienen y van muy rápido y quizás no los volvamos a ver. Pero los cuentos de Aira parecen fragmentos de un universo interconectado en continua expansión. Puebla el vacío con visiones multitudinarias, como pinturas indias de dioses vomitando dioses. Ejecuta la digresión con una lucidez muscular. Por momentos he tenido que acelerar y reducir la velocidad simultáneamente para poder seguirlo, pero una vez que hube alcanzado su ritmo, sus pensamientos me parecieron más una piedra haciendo patito a través de la página, expresando algo que estuve pensando en mi fuero interno pero fui incapaz de poner en palabras. En esto, encuentra su traductor perfecto en Chris Andrews, quien salto a salto logra imitar sin problemas las sensibilidades caleidoscópicas de Aira; un par simbiótico.
César Aira una vez confesó su cariño por el personaje de cómic Pequeña Lulu, lo que para mí tiene perfecto sentido. Ella era la Scheherazade de las páginas de historieta, hilando cuentos para sus pequeños amigos, sentados y absortos a sus pies ¡Ave César! Solo puedo maravillarme ante la cantidad de hilo que devana con la meta de contar cuentos que sean suyos propios, desde la fábula política a la elaboradamente intrincada broma filosófica.













Texto original

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Fotosensibilidad

It's all an empire long beheaded.
Zach Condon

Si el sol cae fuerte sobre Buenos Aires y vos estás en uno de esos viajes fugaces de mitad del año, tenés la ventaja de hacer lo que pocos porteños harían: cubrir grandes distancias a pata, mirando para arriba y tomando algo de naranja de una botellita de plástico. El tramo es de Retiro hasta la Facultad de Derecho: Ramos Mejía, Libertador, Figueroa Alcorta. Obviamente termino muriéndome de calor, pero cuando empiezo a sentirlo aminoro la marcha. Como es tempranísimo, paso de largo frente a la facultad hasta que encuentro una estación de servicio y compro algo para comer. Papas es lo mejor que consigo. Odio las papas porque cuando terminás de comerlas te dejan un guante de grasa en la mano, pero, dada mi condición, es a lo que tengo que atenerme. Raciono la bebida, me llevo las papas hasta la Plaza Naciones Unidas y me tiro un rato a la sombra de la flor. No hay una sola nube. A pesar de eso, la Generica sigue lanzando su mensaje de Arecibo a ver si alguien que esté de pasada por el sistema solar le contesta con un tetris igualmente críptico. De alguna manera tenemos la idea prefijada de que las antenas trabajan solo de noche, pero es una idea romántica creada por la cultura pop y los wallpapers en alta resolución, porque hay pocos seres tan ocupados como las antenas. La flor esta en realidad no sirve para nada, menos para jugar al tetris espacial, pero sus aperturas y cierres sí están en sintonía con cierto ciclo cósmico. Por el momento, como yo, hace la fotosíntesis con la cara vuelta al cielo despejado.

Cuando el pavimento empieza a arder, la Facultad de Derecho es una roca de Ayers donde buscar sombra. La escalinata y las columnas del frente se llenan de musgo humano. Yo soy musgo humano, en tal caso, y me echo a leer un rato hasta que salga P. Alterno entre diferentes puntos y ninguno me es totalmente cómodo: la escalera, un farol, una estatua; el problema claramente es mi espalda. Para hacer tiempo, opto por entrar y recorrer el edificio, que no había visitado antes. La impresión de la roca de Ayers no se disipa una vez que atravesás las puertas: todo dentro es tan macizo y contundente como lo es por fuera. En el hall hay una exhibición de arte surtida pero mayormente espantosa. El resto del edificio simplemente repite sus formas y espacios (pasillos anchos, salones, ascensores, escaleras, la planta es regular) y por momentos es tan cerrado que parece una cueva de topos, una ciudad subterránea, idea reforzada por el frío de los muros interiores y los kioscos y cajeros automáticos instalados en lugares donde no llega la luz del día. Me asomo en algunos salones y veo estudiantes dopados en aulas estrechas e imagino que P debe estar en algún lado cagándole la clase a alguien. Hasta ahí llega mi amor y mi curiosidad y salgo de nuevo a la escalinata frontal en busca de aire limpio.

Con los días lindos vuelve mi ánimo pop. De mediados de noviembre en adelante cuando los mediodías se vuelven claros y despejados, el humor trepa al cielo por esa mera razón y busco en las carpetas de música cosas en mayores, con vientos, piano y sintes optimistas, trovadores de calle, neobohemios europeos y falsos gitanos yankis. Los colores de capital, que son muchos, responden de la misma manera y se expanden como lagartos al sol. Sobre todo el verde de las plazas, el violeta de los jacarandás y el rojo para llevar del polvo de ladrillo. Por Figueroa Alcorta pasan literales cardúmenes de bondis con una frecuencia que es la envidia del marplatense medio. Frenan y arrancan de una forma que no tarda en volverse patrón y después coreografía. Del otro lado, desde la plaza del Museo de Bellas Artes, viene caminando un contingente de estudiantes de abogacía, por gracia de algún corte de semáforo. Sus diferentes ritmos los alargan y esparcen sobre la vereda, pero cuando agarran el puente peatonal que cruza para este lado se reagrupan y marchan como muñequitos al compás de la música que suena en mi cabeza. Lo más parecido a comerme un tacho de colorante y descubrir que tiene buen sabor.

Noviembre 2013

jueves, 2 de julio de 2015

Tres sueños inofensivos

29-04-13

En algún momento, en un departamento de B grande y con reminiscencias de una mansión antigua, se nos acababan los bizcochos. Yo me iba caminando tranquilo (pensando en algo de Steven Wilson y teniendo presentes indicaciones de L) por el centro de noche. La ciudad estaba medio muerta y yo encontraba una YPF de las viejas y feas. Entraba y le pedía a una empleada morocha, con gorra y envuelta en un polar azul que me quitara las cajas de delante de la mercadería que quería ver que tenía. Terminaba comprando unos bizcochos tipo 9 de oro y alguna cosa más. Supongo que no serían para mí (más allá de que los veía como una necesidad tenía la sensación de que estaba haciendo algo mal). Mientras la chica tomaba mi pedido y me alcanzaba las cosas entraban a la estación un tipo con problemas que parecía ser cliente habitual y otro que tendría unos cuarenta y largos que no veía bien y preguntaba dónde podía conseguir Off. Yo le mostraba e igual tardaba un montón en agarrarlo. Después me agradecía.

29-03-14

Podía ser el observador invisible o bien estar tirado junto a unos conejos en ese lecho de flores rojo-anaranjadas que quizás eran amapolas. Parecía un campo de gran extensión, aunque no podría confirmarlo, porque me encontraba casi hundido entre la hierba y las flores. El cielo era celeste pálido y los conejos eran negros. Aparentaban estar muy preocupados por algo. Con los ojos rayando el miedo y las orejas bajas, miraban a un elefante pardo sorber con su trompa algo que había debajo del lecho de flores. El elefante sorbía con mucha paciencia, como si no compartiera el miedo de los conejos o solo estuviera ahí haciendo su trabajo. En cierto momento dejó de sorber y se fue caminando tranquilamente a través del campo. Fue entonces cuando los conejos se aterraron. Los ojos se les desencajaron y empezaron a mover los hocicos frenéticamente, a mirar hacia los costados y hacia el cielo, torciendo los cuellos en contorsiones raras, como si algo terrible estuviese a punto de pasar.

05-05-15

La versión sombría de La Perla, la misma con la que soñé otras veces, creo. Era de noche. Escapaba por lo que debería ser Salta en dirección a la costa, es decir, en el sentido contrario a la mano. Algo pasaba del lado del centro, pero no sé qué era. Había luces que venían de varias casas y se percibía agitación. El cielo estallaba y empezaban a llover fragmentos herrumbrosos de tamaños muy variados, desde esquirlas hasta pedazos más grandes que una persona. La cantidad de fragmentos que llovían era increíble, copiosa como las escenas de Gravity en que la basura espacial destroza el satélite. Era la Estatua de la Libertad (positive) que se hacía pedazos, pero sus fragmentos eran color cobre. No sé cómo sobrevivía a la lluvia. Miraba a la calle y veía como todo rebotaba en el suelo pero en vez de picar se transformaba en especie de figuras picudas, como cortes de cordilleras en movimiento, como gráficos de doble eje rellenos, en fin, algo inexplicable y dinámico, que, pese a ser un objeto sólido no dejaba de moverse en ningún momento y reproducía el ritmo de los fragmentos golpeando contra el suelo.