jueves, 24 de enero de 2019

Hablame de cine


Speak to me about what brought you into film.
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De chico todo fue leer clásicos, literatura juvenil y fantástica. Con la explosión del cine épico post Gladiador y El Señor de los Anillos vi como mis gustos literarios eran trasladados a la pantalla y explotados por la industria, por un corto tiempo, con algo de dignidad. Esto fue entre 2000 y 2001. Iba por el cuarto libro de Harry Potter cuando las películas empezaron a salir y, si mal no recuerdo, en el colegio daban La Piedra Filosofal como lectura obligatoria en sexto y La Cámara de los Secretos en séptimo. Poco tiempo después de haberme metido con la saga, mis viejos nos regalaron a mí y a mis hermanos las tres novelas de El Señor de los Anillos. Por muchos años fui el único que les dio pelota. Eran una cosa diferente: me abrieron la cabeza a otra concepción de la fantasía, ya no el escapismo de primer grado de las novelas juveniles sino a un mundo que se presentaba de manera autónoma, antes que como un desdibujamiento de las leyes del nuestro. Es chistoso que hoy la crítica invierta la valoración de ambos estatutos. En su momento entendí esta construcción como más seria y las bases de mis preferencias dentro del género fueron refundadas. Pude liquidar las tres novelas antes de que salieran las películas, y si bien recuerdo con mucho cariño la frescura de todo lo que imaginé bebiendo directamente de los libros, las películas llevaron todo a otra dimensión. Hasta mis dieciocho años, por lo menos, sostuve que la trilogía de El Señor de los Anillos era un coloso cinematográfico imbatible. Al día de hoy soy incapaz de sostener siquiera una lista de mis diez favoritas, pero los tres episodios me siguen pareciendo excepcionales dentro del género.

Ante el éxito de estas primeras películas la industria reaccionó como suele hacer y saturó el mercado. En el 2003 nació una de las franquicias más exitosas y de más largo aliento del cine reciente: Piratas del Caribe, abriendo el juego al resucitar el (un poco limitado) subgénero de los piratas; la fórmula: deconstrucción de la figura del bucanero, una trama ligera y entretenida y una inyección de fantasía transmitológica de juramentos y almas en venta al mejor postor. En 2003 vino King Arthur, en 2004, Troy, y en 2005, Kingdom of Heaven. La primera sufrió un poco más el paso del tiempo (la maduración de mi ojo) que las otras dos: Troy está lejísimos de ser una gran película pero es, de todas, la que mejor rootea en el cine épico clásico y eso le da un sabor especial, Kingdom of Heaven, es, en su versión extendida, la mejor épica de Ridley Scott y una de mis favoritas del género; King Arthur tiene personajes queribles y puede ser un buen pasatiempo, pero hace poco vi de nuevo la escena del asalto a la caravana del bishop Germanus y es un ejemplo de todo lo que no hay que hacer al editar una batalla. Incluso llegué a ver cosas como Pathfinder (2007), donde Karl Urban interpreta a un vikingo converso que se une a los nativos en una América del Norte precolombina y cuya escena más memorable es una secuencia de culipatín sobre un escudo en una ladera nevada.

Al poco tiempo se empezó a notar que el cine épico pedía grandes presupuestos, que las audiencias se permitían cierta sospecha sobre los nuevos ensayos de la industria e incluso que la calidad no era salvaguarda contra los fracasos de taquilla (caso Kingdom of Heaven), y la oferta se redujo. Es cierto que proliferó otra rama de fantasía juvenil prendida del rebufo de Harry Potter (Narnia, Terabithia, The Seeker) pero no era la que me interesaba. A falta de oferta tuve que buscar alternativas: mi universo cinematográfico se expandió en el tiempo, viendo clásicos del cine épico como la Spartacus de Kubrick, y otras: Braveheart y The Messenger: The Story of Joan Of Arc (de Luc Besson, un poco anterior a la fiebre Gladiador) y en el espacio, hacia el cine bélico. Siempre me habían llamado mucho la atención las batallas de las películas épicas en las que los ejércitos se lanzaban unos contra otros a los gritos y chocaban escudos y lanzas en medio de un campo y este me pareció el paso natural.

Pero el cine bélico resultó otra cosa. El primer contacto que tuve con el género fue Rescatando al Soldado Ryan, que es, pese a todo, una épica. Y abre con una batalla. Pero esta batalla, el famoso desembarco en playa de Omaha de las fuerzas yankis en junio del 44, resultó excepcionalmente cruda. Encontré algo evidentemente más humano en esos pibes que tiritaban de frío, vomitaban o rezaban el rosario en las lanchas y morían antes de tocar tierra un minuto después, que no estaba presente en los frenéticos soldados medievales, empalados en lanzas de punta roma pero aullando y sabiendo que la siguiente parada no era otra que el Valhalla. Hay casos en los que la guerra de época se muestra cruda, pero muchas veces falla (en caso de que pretenda explorarlo) en el factor humano, quizás por la carga dramática que es a la vez estructural y componente secundario de la ambientación. Rescatando al Soldado Ryan presenta la épica como una dimensión de lo humano y, cuando no es trillada, se te aloja en el cuerpo.

Después vinieron The Thin Red Line y Apocalypse Now. Creo que las fichas de ambas me cayeron bastante más tarde, en ese momento las vi como películas de guerra y pude pensarlas solo en ese sentido, desde una perspectiva casi puramente estética. La primera volvería y ganaría mucho peso años después. A pesar de todo algo me quedó claro: la guerra ya no era algo romántico y el heroísmo era algo muy raro, más producto de circunstancias terriblemente adversas y necesarias, que de una cualidad innata del héroe. Y la guerra te pone demente, como algunos casos en The Thin Red Line y el caso de Apocalypse Now, donde este factor se cruza con la psicodelia hippie y la selva tropical para contar, de una forma muy especial, lo que significó Vietnam para muchos estadounidenses.
La incursión en el cine bélico aplastó mi gusto por lo épico con una pesada carga de efecto realidad y fue un factor determinante en mi alejamiento del cine comercial. De repente eran las personas las que quería explorar, su condición y su contingencia, y el lienzo de la guerra era ideal para esto y el prisma del cine... bueno, de eso mismo estamos hablando.
Los dos volúmenes de Clint Eastwood sobre la guerra del Pacífico no fueron igualmente satisfactorios. Pearl Harbor me gustó, más por detalles específicos (el sobrevuelo ominoso de los Zeros, la camara-bomba sobre el USS Arizona) que otra cosa, y se evaporó rápido. Black Hawk Down... nunca tuve muy en claro de qué va, más que de soldados yankis pasándola mal en una operación que parecía bien planificada. El edificio del cine bélico tampoco se sostuvo por sí solo: primero vino ese tedio y, pegado, el agotamiento estético.

En algún punto en el medio apareció La Naranja Mecánica. Me quedé despierto hasta tarde un día de semana para verla por I-Sat. Mi vieja se enteró del plan y dijo que todo bien pero que después había que charlarla. "La Naranja Mecánica" era uno de esos nombres que resuenan tanto en la dimensión pop que quedan encajonados en el cerebro hasta que un acontecimiento cualquiera los dispara y se transforman en necesidad. Trasnochar para vivir la experiencia no era una novedad (ya lo había hecho, que recuerde, con The Thin Red Line y Black Hawk Down), de hecho, era casi una necesidad en una época en la que los torrents en HD todavía no eran un estándar y dependía exclusivamente de agarrar las películas en la tele. Y el cine que me estaba empezando a interesar se transmitía casi exclusivamente de trasnoche.
La experiencia fue bastante impactante: la peli cargaba contras muchas cosas que yo tenía por establecidas y elaboraba una crítica social a través de un lente y una parafernalia visual estrambóticos. En retrospectiva, no pude darle demasiado sentido ni reponer la mitad de las referencias, pero ganó valor de shock y peso como hito en mi historial fílmico, además de establecer a Kubrick como letra capital en mi canon cinematográfico.

El siguiente capítulo vino de la mano de la introducción de Internet como herramienta, todavía no para ver, sino para conocer. No recuerdo muy bien de donde sacaba la data, porque si bien las redes estaban explotando, los feeds de las plataformas todavía no te servían las cosas en el plato con tanta efectividad como ahora, pero intuyo que osciló entre Wikipedia y Facebook a modo de refrescadores de nombres que atrapaba al vuelo en otro lado. Contacté con un pibe que vendía pelis truchas que parecían originales y le pedí la primera pentalogía de películas que habían despertado mi interés: Pulp Fiction, Fight Club, Snatch, Almost Famous y Vanilla Sky. Todavía guardo estas y otras como una colección cajitas que le dan color a mi cuarto.

Fight Club, fue, obviamente, la que me produjo la impresión más profunda. Después de ver ese final que hoy ocupa uno de cada cinco banners de Facebook de niños alternativos me quedé tirado en el suelo dejando sonar Where Is My Mind, más que nada porque no sabía where was it in that precise moment. Solamente sabía que el twist me había impactado mucho. Me quedé un puñado de frases para repetir con mi hermano y hasta intentamos reproducir dentro de casa la escena en la que el narrador lee lo de “I am Jill’s nipples” y Tyler Durden pasa con una bici, le pregunta “Hey man, what are you reading?” y después se la pone en el cuarto contiguo. Posteriormente pensé que tenía ganas de hacer una revolución pero había que ver bien por qué razones.
Pulp Fiction fue la que más pegó en términos de lenguaje y narrativa (¡descompuesta!), al margen de sus muchas escenas memorables y de su violencia que, si bien estilizada, no es tan caricaturesca como la de Fight Club (que sí exacerbada): insisto, un pilón de trompadas a la Palaniuk no son más viscerales que “Imma get medieval on yo’ ass!”. Es la celebración de la vida a las piñas versus el sadismo puro y duro.
Snatch lo hizo en términos estilísticos (sobre-estilísticos, de hecho), y me dejó en claro lo que significaba, para un director, tener su propio sello: Guy Ritchie es reconocible a diez cuadras de distancia. La frase "Lock, stock and two smoking barrels" resume conceptual, fonética y rítmicamente su lenguaje cinematográfico.
Almost Famous tiene que ver más con la música que escuchaba en esa época y la movida en la que estaba metido que lo más puramente cinematográfico. Me dejó un puñado de frases y el conocimiento de que cantar "Tiny Dancer" todos juntos en un bondi puede curar todos nuestros males sociales. Vanilla Sky fue y es un espanto salvo la parte en que Tom Cruise canta “What if God was one of us” mientras lo llevan en la camilla. Qué tipo Tom Cruise.


Octubre 2016

miércoles, 2 de enero de 2019

Slow burning

Hace no mucho tiempo, en una juntada, una amiga me dijo que ella necesitaba de un misterio para desentrañar cuando veía una película o una serie, por lo que su opción preferencial eran los policiales o thrillers. La mía, por el contrario, son los no-thrillers. Descifrar misterios me aburre, me anestesia la cabeza y hasta me puede llevar a abandonar a medio camino, algo que en general trato de evitar (ayer me fui de una función antes de terminada), con el cine o cualquier otra forma de arte. El policial omnipresente en la ficción contemporánea, las narrativas regadas de dispositivos orientados al suspenso me dan fiaca y me llevan a entretenerme en cuestiones periféricas hasta que pase la hora y pico (o más, qué espanto) y corran los créditos. Ya que estamos en Corea: sí banco los policiales de Bong Joon-ho. Quizás mi problema sea la saturación.


En fin, Burning no es otra cosa. Pero vamos por partes.

Sigue acá.