miércoles, 17 de julio de 2019

Último registro de vida


Estaba en una estación espacial en la órbita de la Tierra y alguien me pedía una lata de Coca Cola de un tipo muy específico. Yo se la conseguía en algún lado y me sentaba en la notebook para mandársela a través de Google Earth. Buscaba la ubicación satelital de esa persona y le arrojaba la lata a través de la pantalla. Aparentemente la trayectoria estaba muy mal calculada y la lata caía en una isla en el medio del Atlántico que era una reserva natural, muy lejos de su destino original. Entonces decidía tirarme a recuperarla para llevársela personalmente y me arrojaba a través de la pantalla hacia la Tierra. La isla en cuestión estaba formada por dos atolones espejados que dibujaban una especie de S y armaban dos estanques o lagunas grandes muy celestes. Parecía un poco un render de terreno de los noventa. Sabía que la lata había caído en una de las lagunas y me acercaba a la orilla para tratar de avistarla a través del agua, que era bastante transparente. De pronto no estaba en el exterior sino en un interior, una especie de pileta cubierta en forma de riñón, como un tazón de skatepark con un tanto de agua muy podrida y estancada en el fondo. La lata seguía ahí, solo que su mancha roja a través de la superficie turbia se veía bastante menos. El lugar estaba decrépito, como abandonado desde hacía años y las paredes estaban llenas de musgo y suciedad. Puede que hubiera algunas ventanas chiquitas como toda iluminación. Me descolgaba por el borde de la pileta, resbalando hacia adentro, con miedo de caerme mientras trataba de alcanzar la lata. Entonces me asustaba y volvía a subir agarrándome de unos huecos o hendeduras como las del bouldering que cubrían las paredes interiores. Del lado opuesto al que yo estaba, en la penumbra, había una manada de monos tipo babuinos, muy agresivos, que chillaban y me gritaban cosas. Yo intentaba descender varias veces y fracasaba, y al final decidía irme, porque estaba muy estresado y los monos amenazaban con venirse al humo todo el tiempo. Con los reiterados intentos había terminado del lado opuesto al que me encontraba al principio y los monos habían dado la vuelta y ahora me bloqueaban la puerta de salida. Entonces yo agarraba piedras o cualquier cosa que encontraba por ahí y corría hacia ellos puteándolos y tirándoles con las piedras para ahuyentarlos. Cuando había logrado llegar a la puerta de salida, una de doble hoja, celeste y sucia, con barras de seguridad blancas, uno de los monos me paraba y me decía que quería ir a estudiar a la facultad. Yo le decía que me parecía re bien que se mandara, que en la facultad les encantaba recibir gente nueva.